Nacho Vegas: El Abrigo De Isabel
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En estos tiempos de Invierno aproximado, Navidad, Año Nuevo y deseos ostentosos y ridículos, les traigo este relato de Nacho Vegas donde nos muestra que no todo lo que sucede próximo a estos días es felicidad. «El Abrigo De Isabel» es una historia que se escribió antes de la canción que fue publicada en el EP «Canciones Desde Palacio» [2003] y que a su vez está inspirada en «Marie» de Townes Van Zandt.
El relato está incluido en el libro recopilatorio del 2001, en donde colaboran 8 Cantantes y 2 Reporteros llamado «Canciones Contadas» de la Editorial Km 1. Es un libro en el que estas distintas voces de la escena independiente han escrito un relato corto inspirado en una de sus canciones favoritas.
Participan Fernando Alfaro, Sergio Algora, Alicia Álvarez, Xavier Cervantes, Fran Fernández, Abel Hernández, Félix A. Limaña, Jesús Ordovás, Covadonga de Silva y Nacho Vegas.
Fernando Alfaro ha elegido la canción de Joy Division, «Love Will Tear Us Apart», single que se publicó justo después del suicidio de su líder y compositor, Ian Curtis.
Los textos que se encuentran son:
Love will tear us apart, Joy Division
El amor nos separará (de cuajo), Fernando AlfaroJ t´aime moi non plus, Jane Birkin
J t´aime moi non plus, Sergio AlgoraTom´s dinner, Suzanne Vega
A las doce en el bar de Antón, ¿vale?, Alicia ÁlvarezTown called Malice, The Jam
Silvia y Alberto, Xavier CervantesLast night a dj saved my life, Indeep
Anoche un dj salvó mi vida, Francisco FernándezI´ll be your mirror, Velvet Underground
Bocetos, Abel HernándezTurtle walk, Lou Donaldson
Mejor no hablar, Félix A. LimañaViento de poniente, Kiko Veneno
Viento de poniente, Jesús OrdovásYesterday when I was young, Dusty Springfield
Recopilatorio, Covadonga de SilvaMarie, Townes Van Zandt
El abrigo de Isabel, Nacho Vegas
EL ABRIGO DE ISABEL
Esta es mi parada. Al pisar la calle voy pensando en la manera en que le voy a decir a Isabel que ya no tengo trabajo. Éste no es el mejor momento. Dentro de tres meses y medio, en Navidad, nacerá nuestro primer bebé.
Subo las escaleras hasta nuestro piso y me detengo en el rellano. Pego la oreja a la puerta. Isabel está tocando el violín. Toca una pieza que nunca había escuchado. Es triste, pero bonita. Me quedo con la cara allí pegada y los ojos cerrados, escuchando.
Isabel toca muy bien. Toca como los ángeles. Yo no sé una palabra de música, pero puedo pasarme horas escuchándola. Tiene un violín viejo, y lo hace sonar de un modo dulce y amargo a un tiempo. Como el lamento de un hada, es lo que yo siempre digo. Ella dice que el instrumento no es muy bueno, pero yo creo que debe valer su buen dinero. Hubo una época, en los momentos más difíciles, cuando yo más bebía, en que estuve tentado varias veces de venderlo. Doy gracias a Dios por no haberme permitido hacer algo tan miserable. Además, Isabel solía ganar algo de dinero tocando en la calle. Se ponía en el muelle, o en las calles peatonales del centro, y siempre se formaba un grupo de gente a su alrededor que acababa depositando unas monedas en el estuche abierto del violín. Pero no ha vuelto a salir desde que está embarazada. Necesita descansar. También necesitamos dinero, y no pocas veces se empeña en volver a tocar en la calle. Yo sé que tratándose de una mujer en ese estado la gente echaría más dinero, pero no puedo permitir que lo haga. En una ocasión dos policías dispersaron a la gente y obligaron a Isabel a dejar de tocar y largarse. Había estado tocando durante dos horas sin parar y ellos la insultaron y se llevaron todo el dinero que había conseguido. Cuando me lo contó monté en cólera. Hubiera matado con mis propias manos a esos hijos de puta.
Cuando dejo de escuchar el violín entro en casa. Isabel me mira y sonríe. Su cara es blanca y pequeña, y el dibujo que en ella trazan sus labios rosados me inspira una seguridad que no encontraría en ningún otro rincón del planeta. Hablamos de nuestra situación durante la cena. Al oírla me siento mucho mejor. Ella dice que las cosas cambiarán y yo la creo. Después escuchamos algo de música en la radio. Música clásica, de la que le gusta a Isabel. Yo la rodeo con el brazo y permanecemos así mientras termina el día, y con él todas las cosas ocurridas.
La furgoneta no es un lujo, pero con un par de colchones casi se puede decir que resulta un lugar cómodo. Siempre me gustó que la parte destinada a la carga fuera amplia. En realidad, lo único que verdaderamente me preocupa es el frío. El invierno estará muy pronto aquí, y nuestro hijo con él. El frío y la humedad no pueden ser buenos para Isabel ni para el crío. Pienso que deberíamos marcharnos al sur y probar suerte en el campo, donde dicen que abunda el trabajo. Pero Isabel no está en condiciones de viajar, no en su estado. En cuanto nazca el niño nos largaremos, ya lo hemos planeado. Dejaremos esto y comenzaremos una nueva vida. Nueva y mejor.
Hemos empezado a acusar el frío, e Isabel no se encuentra bien. Estos días ni siquiera tiene fuerzas para tocar el violín. A base de pequeños trabajos consigo comida para cada día, pero la ropa de abrigo que tenemos es escasa. Apenas un par de jerséis, mantas y una bufanda.
La empresa de contratación eventual me ha enviado hoy a un lugar por un trabajo para un desguace, moviendo chatarra de un lugar a otro. Creo que es el mismo sitio donde no quisieron mi furgoneta. Diez mil por jornada, me dicen, y a mí me parece bien. Llego a unas oficinas de las que veo salir a unos cincuenta o sesenta tipos como yo. No se hablan. Uno detrás de otro, mirándose a los zapatos. En sus rostros se adivinan el cansancio y la amargura. Me pongo al final de la cola.
Pasan unas tres o cuatro horas hasta que llega mi turno. El tipo del mostrador es joven y va bien vestido. Me pregunta el nombre, comienza cansinamente a rebuscar entre varios papeles y me dice que no tienen mi ficha. Yo le digo que es imposible, que la empresa ha tenido que enviarla.
Tendrá que hacerse una ficha, jefe; me dice. Odio que me llamen «jefe», especialmente en estas circunstancias. Me dice que tengo que volver a guardar cola y sonríe como si todo esto tuviera la menor gracia. Vuelvo a ponerme a la cola. Ahora hay más gente que antes. Tardo cinco horas y ya es de noche. Me emplazan para el día siguiente a las siete.
Yo y otros cinco tipos más nos dedicamos a ir de un lugar para otro en un camión que vamos cargando con chatarra, viejos coches siniestrados en su mayoría. Algunos tienen sangre en los asientos delanteros. Me pongo a recordar los tiempos de borracheras, y pienso que esa sangre podía haber sido la mía. Trabajamos hasta que se pone el sol, y al finalizar se me acerca un tipo joven y con buena pinta, parecido al de la oficina, que viste una camiseta de una marca de ginebra. Me da cuatro mil pesetas. Creo que si me quedaran fuerzas me echaría a llorar. El tipo me tiende un recibí y me dice: «écheme una firma, jefe». «No, tío, ya he tragado suficiente mierda», le digo.
Isabel tiene algo de fiebre. Creía que se trataba sólo de un resfriado pero me temo que ha cogido la gripe. He ido a comprarle medicamentos. También necesita ropa de abrigo con urgencia. Me voy a dar una vuelta por la zona del centro comercial. Entro en el hipermercado y compro naranjas para Isabel. Luego merodeo por las tiendas de ropa que están fuera. En todas hay chicas que no deben de tener más de veintitrés años empleadas como dependientas. Van muy arregladas, con ligera y maquillaje. Me decido. Entro con paso rápido, escojo un abrigo de fieltro negro. No es muy caro aunque es demasiado para mí. Pero abriga y a Isabel le iría muy bien. Hago como que me lo pruebo y con él puesto echo a correr con todas mis fuerzas. Corro como si me llevara el diablo, poniendo toda mi alma en ello. Y cuando estoy a dos metros de la puerta del centro comercial algo duro me golpea en la nuca. Un dolor intenso estalla en mi cabeza. Un flash cegador y siento como si me desparramara por dentro.
Al cabo de unos días me sacan de allí. No volví a atreverme a mirar el gancho de aquel tipo, pero por el sonido de metales rozándose puedo adivinar que de alguna forma abre la celda valiéndose de su dedo de hierro. Cuando me ponen en la calle las fuerzas me flaquean pero echo a correr como un poseso. Dios mío, ojalá no le haya pasado nada a Isabel.
Esta mañana por fin brillaba un poco el sol y la temperatura era tolerable, pero la recordaré como la peor de mi vida. Isabel no se despertó, ni siquiera pudo intentarlo. Tan sólo una débil tos y se fue directa al Cielo, con nuestro hijo a salvo dentro de su vientre. Yo lloro y maldigo. Chillo como sólo lo hacen los hombres desesperados y los torturados, con el acento inconfundible de la verdad. Rezo por Isabel y por nuestro niño. Al menos, pienso, no podrá acabar como yo.
Cojo el dinero que me queda y la botella de vodka. Con Isabel en mis brazos abandono la furgoneta de una vez por todas. La gente nos mira a nuestro paso. Hombres jóvenes con sus novias jóvenes y guapas. Hombres canijos y envejecidos con sus mujeres enormes. Ellos, todos ellos. Nos miran y nos juzgan y luego se compadecen. Pero ninguno de ellos tiene la menor idea de lo que es el amor. Dios, yo sí sé lo que es el amor.
Camino durante hora y media con Isabel y nuestro bebé en mis brazos y una carretera comarcal me lleva hasta una zona de fincas. En el prado de una de ellas dejo a Isabel, tendida sobre la hierba. La mañana sigue siendo agradable y su cuerpo se ve precioso al sol. Allí sé que alguien la encontrará. Me despido con un beso. Aún no estás fría. Creo que me iré al sur, Isabel. Las cosas me irán bien y tú lo verás todo desde ahí arriba.
Las cosas en el sur son muy distintas pero no dejo que me vaya mal. El trabajo en el campo es duro y procuro que mis pensamientos me mantengan ocupado hasta el final del día. Ahora lo veo todo con más claridad y sé que hay una deuda que tengo pendiente. Las noches aquí son claras y despejadas. Cuando miro al cielo y veo una estrella, pienso que es Isabel que me observa, y pienso también en que no tardaremos en encontrarnos.
He procurado transcribir la historia tal y como estaba escrita, haciendo únicamente alguna corrección sin otra intención que la de facilitar el buen entendimiento del texto. Descifrar lo que en esas páginas estaba escrito fue una tarea ardua, pues por momentos la letra se volvía prácticamente indescifrable, mostrando un trazo tembloroso que adivinaba lo doloroso del momento de su escritura.
El punto en el que la historia original acaba no es, como habrán adivinado algunos, aquel en el que nos hemos detenido. Ocurre que la de por sí difícil transcripción del diario manuscrito tórnase imposible a partir de ahí. Unas manchas oscuras —acaso sangre—, caprichosas por los extraños trazos que dibujan sobre las hojas, salpican el texto ocultando fatalmente las palabras escritas.
Esto, por supuesto, no hizo sino aumentar mi curiosidad acerca del contenido de las restantes páginas, y tal curiosidad acabó deviniendo en obsesión. Tanto es así, que los últimos siete años de mi vida los he consagrado a la búsqueda de testimonios, de un lado a otro de la península, que pudieran arrojar alguna luz sobre el destino de este hombre anónimo, enamorado y maltratado obscenamente por la vida.
He de reconocer que la gran mayoría de mis intentos fueron infructuosos y casi me conducen al desánimo absoluto. Mis esperanzas por encontrar a aquel hombre con vida —pues tal era mi fijación, a pesar de saber en mi fuero interno de mis escasas probabilidades de éxito— crecieron cuando un hombre sureño me aseguró haberle dado trabajo a alguien que podía tratarse del Amante de Isabel, que un buen día desapareció y que se rumoreaba que se había dirigido a la costa portuguesa. Y así transcurrieron para mí los años, haciendo caso a cualquiera que quisiera escucharme, siguiendo falsas pistas, caminando en círculo, del sur a Portugal, de Portugal a Levante, de Levante al sur otra vez, de allí al norte, del norte al centro… Todo sin ningún resultado palpable.
Al final de mi periplo, una luz fue arrojada sobre este asunto, cuando ya la desilusión comenzaba a ser para mí un modo de vida. Ocurrió en la costa cantábrica, el lugar donde es más probable que la mayor parte de las páginas de este diado fueran escritas. Allí, en la ciudad portuaria de Norteña, me topé con un joven y apenas conocido músico, de nombre Nacho Vegas, que aseguraba haber oído la historia del Amante de Isabel. Según él, durante la década de los 90, circuló en forma de romance cantado que se podía escuchar en oscuros tugurios de las principales urbes del norte, donde músicos de rock la incluían en repertorios en los que sentimientos ocultos en algún oscuro compartimento del alma humana eran vomitados frente a una audiencia generalmente escasa pero siempre atenta. Muchas eran las versiones que Vegas había conocido y muchas las variantes del final que tantos quebraderos de cabeza me había causado en los últimos años, y que seguía ignorando. Él mismo se había hecho eco de una historia que a él también le había sobrecogido, escribiendo una canción que, acompañado sólo de una guitarra española, tuvo a bien tocar para mí —era la primera vez que la compartía con alguien—. Mi asombro fue grande cuando comprobé que las notas del diario que yo conocía estaban reflejadas de una manera sorprendentemente fiel en la canción que escuché interpretar a Vegas, incluyendo un trágico desenlace. Aquello me hizo pensar que debían circular copias del manuscrito con el que yo hace siete años me topara. Quisiera pues acabar esta crónica con la letra de la canción, deseando que la puedan escuchar algún día musicalizada para poder apreciarla en su totalidad.
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